Ningún paseo es igual a otro. En cada salida, el viajero comprende eso que tenemos los seres humanos, eso que sólo se reconoce con el contacto y que nos muestra que tan grande es el mundo, y que tan distintos somos quienes lo habitamos.
Medellín es la ciudad de Botero, del Metrocable, de los narcos, de la moda, de un millón de pobres y 100.000 ricos, de los carros plateados y los buses de colores, de la ropa en los balcones, de los olores de las frutas, de los venteros ambulantes, de los conciertos gratis, los motociclistas con chaleco, las ferias de todo, de las flores, la cerveza en la calle, los limpiavidrios en los semáforos, de las prepagos, la ciudad de la eterna primavera que cada día es más verano, la ciudad de ladrillo rojo y del olor a marihuana. Un hueco entre montañas con tantos significados como habitantes; y en estos tiempos de paz imaginada, con tantos viajeros como historias que se cuentan afuera.
Hace unos años, esa imagen del mochilero que no habla español caminando por cualquier calle nos era extraña. Hoy hay un montón de hostales de backpackers en la ciudad que siempre albergan a alguien, incluso se llenan. Para muchos de estos mochileros, que en su mayoría ya conocen toda América Latina, llegar a Medellín es como abrir la caja de Pandora; una página borrada de los paquetes turísticos pero recientemente escrita en las guías de viajeros. Ellos son los que le abren el camino a ese inmenso mercado del turismo; son los que nos ofrecen la posibilidad de volver a aparecer en el mapa por algo distinto a la historia que nos ha marcado.
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